Miradas en torno al teatro lambe lambe
Mónica Borgogno
Después de casi siete meses de
trabajo intenso en el Taller de teatro lambe lambe que coordiné en la
Biblioteca Encuentros de Oro Verde – de noviembre de 2024 a julio de 2025
aproximadamente-, de lecturas inspiradoras, la escritura de la propia historia,
ejercicios de síntesis, pruebas de mecanismos, personajes, luces, colores,
texturas, técnicas posibles, surgieron un par de creaciones que ya se
encontraron con su público en el estreno que se hizo en julio de este año, y más
funciones en ferias de la zona. A ellas se suma otra caja cuyo proceso no
concluyó pero sabemos que lo hará en breve. Todas producciones de las que
siento orgullo, sentimiento que me mueve a gestionar y querer mostrarlas aquí y
allá, donde haya interés y respeto por lo que hacemos. Mientras tanto, nos
pusimos a escribir, acaso para dejarlos con las ganas y se apunten para verlas
en próximas funciones.
Las asistentes al taller, son
todas artistas y docentes, meticulosas, curiosas, pacientes. Con distintas
estéticas cada una asumió el desafío de hacer un lugar y tiempo en sus
abultadas agendas y trabajo, para crear para otros/as, a sabiendas de que no
era una tarea fácil. Se animaron a probar prototipos, compartir saberes con el
resto, crear en forma conjunta, tomar decisiones y salir al ruedo junto al
público.
“Espero titilante, sonrojada,
animada, despierta, el turno para ver la cajita de mi compañera. Frente a mí,
una caja que observo con ilusión, un pequeño espacio íntimo. Refugio. Mi
corazón resuena, y escucho acompasado el latido de lo que hay allí dentro. Tum
tum… Tum tum.
-Hay alguien aquí ? Tum tum, tum
tum
-Estoy para ti.
Despierta sueño y me asomo al
mundo íntimo de la titiritera, y recuerdo el mío... juntas, nuestros procesos creativos. Juego
despojada otra vez. Y digo gracias compañera, por rescatarme del mundo
cotidiano, convocarme para compartir la sensibilidad que este minúsculo universo
nos posibilita. Me atrevo a mirar desde la ventana, la vida en mayúscula”. Eso
escribió y sintió María Elena Isaac, autora de la obra que bautizó Puntada de
Hormiamiguita.
En tanto Alejandra Wild definió
el proceso creativo del taller y sus resultantes, como una “invitación a
buscarnos allí adentro de una caja, en una escena, en una acción, en un
mensaje… Dedicarnos tiempo, asomarnos al encuentro con lo bello, lo simple, lo
estético, lo necesario, para despertar emociones que a veces sentimos
aletargadas ante la vorágine de lo cotidiano. Solo tres minutos nos bastan para
vivenciar un viaje aquí y ahora de puro acontecer y sentir”.
Puntada de hormiamiguita, de María Elena Isaac
El universo de los bordados, hilos y lanas de colores que María Elena trenza de manera detallada ya sea en ese suelo verde de puntadas de aguja china por el que se pasea una suerte de milicia de hormigas (¿alienadas tal vez?), o bien los árboles, un hongo, una nube, una flor desmesurada y amiga, los personajes y su minúsculo vestuario, conmueven. Es un jardín tan único como la artista que lo pensó y a la vez, desbordante y apabullante, pero en el sentido de rico. Como espectadores, no queremos perdernos detalle de la visual que nos ofrece esa ventana-mirilla que se abre como una puerta mágica. Y cuando nos asomamos, enseguida nos sumergimos en un ambiente festivo, luminoso y colorido. No obstante, la historia acerca el gris del que trabaja sin pensar, repitiendo y en contrapunto, aparece quien quiere otra cosa para su vida, construir un palacio de raso brillante y rodearse de más amigos y menos jefes/as maltratadores/as.Pareciera ser, simbólicamente
claro, una puntada certera al corazón del capitalismo y sus consecuencias, a la
producción en serie pero también, al decir de su autora, puede remitir a la
marcha, a los cuarteles, a la vida militar de un pasado no tan lejano o
guardado en la memoria más íntima.
“Ser diferente es más maravilloso
de lo que pensamos”, escribe Melina Forte, otra de las lambistas del mencionado
taller, y sigue así su lectura de la obra de su compañera: “Puntada de hormiamiguita nos convida un
mundo mágico y colorido. Un mundo en el que nuestra protagonista por momentos
se siente muy distinta, pero al mismo tiempo, se da a la búsqueda de su propia
forma de vivir. Esta cajita nos hace pensar que ser uno mismo, una misma, es un
tesoro que no debemos perder; y también hace que nos preguntemos si acaso en
algún momento de nuestras vidas no nos hemos sentido distintos al resto del
mundo”.
El viaje de Luci, de Alejandra Wild
La lectura de un haiku de Jorge Luis Borges, ese que dice "¿Es un imperio / esa luz que se apaga / o una luciérnaga?", más la consigna de pergeñar en lo posible una historia que toque algún aspecto referido al medio ambiente, dispararon la historia de un pequeño bichito alado.
De un monte cercano de telas
verdes teñido de luz azul emerge una inquieta luciérnaga, mariposa o polilla,
quién sabe, pero también una lechuza que espía, como los espectadores desde la
mirilla, todo lo que acontece. Ese permanente movimiento de la protagonista
contrasta con el de la lechuza, nada es tranquilo en ese mundo. Unas luces a lo
lejos la distraen y hacia allí va. En esa aventura, surge otro mundo, otra
escenografía plagada de detalles, historias y personajes que en fragmentos, dan
cuenta de la complejidad humana, del aturdimiento de las ciudades, la
contaminación lumínica y sonora, los personajes simplemente diversos detrás de
cada ventana de cada edificio pero incomunicados unos con otros.
El personaje principal sale de su lugar de confort, podría decirse, para embarcarse hacia lo distinto y parecido a la vez, para salir de lo minúsculo a lo grande, para conocer otras luces y sonidos. El viaje de un universo a otro tiene sus peripecias, como todo viaje. De la mano de un reconocible Chopin en la banda sonora, el recorrido es más apacible aún e inconscientemente, invita a cuidar y preservar esos montes cercanos que nos rodean.
En la experiencia de Melina Forte,
“Luci se pierde en un viaje, sin querer, explora un mundo que no conoce: la
ciudad, sus ruidos, sus costumbres, sus peligros. El viaje de Luci, a través de imágenes que parecieran salidas de un
cuento, es una invitación a reflexionar sobre la desaparición del monte nativo,
cada vez más cercado vorazmente por las luces y edificios de las ciudades que
crecen cada día delante de nuestros ojos”.
Rebelión en el monte, de Melina Forte
En este caso, una serie de personajes litoraleños, tejidos al crochet, hilvanan una historia que va al meollo de una preocupación creciente como lo es el desmonte. Aquí la autora eligió una escenografía que va cambiando a medida que transcurre el recorrido y exploración de un pichón, que sorprende con personajes que aparecen en el camino. Quien ve esta cajita se asoma a una intriga y una estética de hilos y lanas de colores, recordará los ojitos brillantes y patitas endebles del pichón protagonista, pero también saldrá de la función convocado para la acción, el reclamo, la unión que hace a la fuerza.La música del Chango Spasiuk y los sonidos de la naturaleza de nuestra zona nos hacen internar en paisajes conocidos pero para revalorizarlos o en todo caso, valorarlos mejor. A veces por demasiado cercano, no vemos y descuidamos.
Comentario a Una lucecita apenas, de Mónica Borgogno
Guillermo Meresman
La propuesta de Lambe lambe que se viene instalando por estos lares, tiene a la creadora de Una lucecita apenas, como a una de las precursoras del lenguaje en esta pequeña localidad a 6 kilómetros de la capital entrerriana.
No es teatro, ni teatro de títeres, en un sentido convencional y para los más ortodoxos de las artes escénicas. Sin embargo, podrá decirse que es una nueva disciplina de teatro en miniatura o un teatro chiquito de títeres, objetos o sombras, adentro de un dispositivo; que es novedad en la historia y que, al respetar todas y cada una de las leyes de las retóricas dramáticas, de la percepción de lo bello y de la inminencia de algo que… puede no ocurrir, se convierte como mínimo –y aquí sí el adjetivo es preciso- en un añorado hecho estético.
La transformación comienza apenas se levanta un telón o cortina de ventanita, y el espectador, solitario y vulnerable, anima a acercarse, alejarse o ladearse un poquito para un lado o para el otro, para adelante, atrás o los costados. Esa suerte de indefinición en sus ángulos y perspectivas, de inestabilidad espacial o temporal, es ajustadamente lograda en la inflamación que produce este hermoso y poético espectáculo de Mónica Borgogno.Uno, pues, ese espiador serial de
las cajas mágicas de los lambistas, se vuelve equilibrista en un juego
emocional; trapecista de ilusiones e iluminaciones. El trabajo, en el que
confluyen distintos lenguajes es de acertado tono; la unidad de la obra de arte
o de la representación está salvada. La integración en esa experiencia total
está guardada o resguardada en la memoria personal de cada espectador, del
público todo.
Como en el teatro tradicional,
ese que tiene más de dos mil quinientos años, las posibilidades de los
espectadores de entender o comprender una sola cosa, es prácticamente
inadmisible: toda historia, todo relato, toda fábula está construido de muchas
y distintas cosas, y en esa complejidad, sienta sus reales. Pasa allí, y
acontece, pero también sucede que pase en la cabeza (o tras los ojos y oídos
del visitante, del externo a ese micromundo). Los tonos sepias y oscuros del
exterior del pequeño dispositivo adelantan tal vez el habla de alguna congoja,
el idioma de una habitación en la que se hablará del tiempo, del pasado, acaso
del ser o de otra cosa…
Los objetos son pocos, o no tantos: un reloj, una radio, unos cuadros, un sillón y, curiosamente, una miniaturizada lámpara a querosene, que aunque aún se enciende, permite ver sus estallados fragmentos, su reconstrucción laboriosa y dolida. Los personajes también son escasos; fuera de la representación de algunos de ellos en los prolijos enmarcados de una de las paredes, los protagonistas son una pareja de mujeres. A simple vista, tal vez los cabellos de una y otra sugieran distintas etapas de la vida o edades, pero nada (o poco) se dice del vínculo que tienen entre ellas. Aunque sea obviedad esa relación parece estar o haber estado construida por lo amoroso, lo único, lo hiper personal. Los movimientos en el espacio, los colores grises y terracotas de sus máscaras, bien pueden remitir a la tierra, al barro o la mezcla de la identidad latinoamericana. Esa ausencia de bocas y ojos; de oídos y facciones individuales dan a la elaboración metafórica de Borgogno una de sus grandes virtudes y poderes. Ellas son todas y ninguna; son unas, cuyas presencias pudieran ser sustituibles por muchas otras. Pueden ser familia, como cualquier otra relación en la que primen la empatía o alguna identificación o transferencia.
Los botones, las texturas y
penumbras del cuarto, cosen significantes más que sentidos, y en algunas de las
trucas está quizás ese evanescente significado: se manifiesta eso hallado o
encontrado aún más que buscado. Esos cambios que como el de una imagen en
negativo, la vuelven volumétrica y quizá real.
El realismo de este show de acciones, omisiones y poéticas apenas es jaqueado en la dimensión de la lámpara, que hace titilar su pálida luz, en los controles de la vieja radio o del reloj a péndulo. La estética, la dimensión a la que apunta la creadora está fuera de ese cuadro; está más allá del rótulo y su infortunio. Es una personal poética que parece vibrar (apenas) como la luz de una llama. Orquestada, en vena, aquellos que seguimos sus trabajos en múltiples frentes de la creadora, nos sorprendemos por la suerte de “biodrama lambe lambe” que Mónica escoge acá para decir (o callar) algo poderoso de su mundo interior: las apariciones de su “nona” y su madre en tareas domésticas, el recuerdo de la felicidad de un instante de vida, el ruido de las emisoras que buscan un dial preciso y anhelado, todo va en busca o en torno de una conmoción sin golpes bajos. Aquí parece haberse quedado un rato, sintiendo llegar o irse a los pensamientos y los recuerdos, a la música y el olor de los caballos del campo.






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