Desde hace un tiempo, empezamos a hacer el ejercicio de, tras ver teatro, escribir algunas impresiones. Aquí, proponemos dos miradas en torno a Árbol sin sombra, de César Brie.
Una obra que descubre el alma
Raúl Dayub
Creo que no hay nada más poderoso que un actor
comprometido con su tiempo.
Ya no importa qué tipo de teatro haga, qué
clase de actuación, con qué iluminación trabaje, qué escenografía invente. Y si
es un teatro de denuncia, de protesta, político, o una mezcla de todo eso o no.
Nada de eso es importante porque todo, absolutamente todo lo que se ve y se
siente, está un poco más allá, bastante más allá.
César Brie con Árbol sin sombra, que se vio en el 8vo. Circuito Nacional de Teatro
que se hizo en Paraná, nos acercó a ese lugar donde la muerte se da el gusto de
morir tantas veces como personajes campesinos hace vivir.
No vale preguntarse por las palabras
pronunciadas desde ese micrófono que saturaba o por momentos estaba muy bajo,
por la sala de la Vieja
Usina que nunca es apropiada para escuchar con claridad, ni
por el calor imperante en esa función, ni por esa tribuna incómoda que trituraba
los meniscos.
Solo nos interesa ese frenético vuelo en
remolino del actor que disparó sus balas al corazón de los espectadores, unos
80 o 100, todos expectantes, en un miércoles... De cenizas tal vez, como
cenizas son y serán aquellos que reventaron a escopetazos en la masacre de
campesinos en Pando, de la que habla esta historia.
Su interpretación
ametralla la noche con un ramillete de perdigones que como soles vuelven a
iluminar la inocencia del mundo. Eso hace este tipo. Solo, solito y solo, hace
vivir y se viven con él, los muertos desgarrados y sin autopsia.
Fue la infamia puesta en un escenario bordeado
de cáscaras y hojas secas. Y esa calle en diagonal donde la sangre amarilla
-polenta con pajarito-, seduce con sutileza. Y nos terminan quedando las fotos
de los inocentes acribillados que revelan más infamia, más torturas, más
asesinatos.
Y vuelven a morir. Y vuelven a danzar. Con él
y en él, por los siglos de los siglos... como dicen los curas mezquinos de
memoria.
Cada noche, muere la muerte y renacen con este
viejo actor, esos pobres desgraciados que lucharon por lo suyo.
Y el baile en llamarada con ese pañuelo y ese
corpiño. Rojos. Rojos de sangre. Rojos de injusticia. Rojos como la ternura
precipitada en cada ensoñación detrás de la blancura cenicienta de esa melena
donde este actor, que ya es algo más que eso, se nos revela único.
Bailando y girando en trompo enloquecido, para
un lado y para el otro, nos demuestra que el teatro -él mismo hecho esa cosa
llamada teatro- es atravesado, fundido, por la muchedumbre de esos pobres
diablos que como fantasmas desolados vuelven a aparecérsele cada noche y lo
abrazan.
Y el balde lleno con la ropita al desnudo. Y
ese retorcer de tortura. Y el agua cristalina tiñéndose borravino. Y ese
golpazo de cada prenda mojada, navajazo que corta la noche en dos mitades
desiguales. Y esa transformación del hombre cualquiera hecho Cristo, un Cristo
muerto y sin resucitar, para ser tapado con un trapo hecho de tierra y lodazal.
Hubo sueños y hubo sangre y hubo muerte. Todo
mientras Dios dormía.
César Brie da muestra de un carácter extraordinario.
El tipo dice estoy aquí. Hago esto por ellos. Y no solo por ellos, también por
mí y por ustedes. Por los buenos, por los malos y por los mediocres. Por todos,
sí, claro que sí, por todos.
La próxima lluvia ojalá nos descubra el alma,
para poder preguntarle quiénes somos y sentirnos un poco menos desolados.
Una lección de teatro.
Al
cobijo de un árbol sin sombra
Mónica Borgogno
Una historia que busca afanosamente construir
la densidad y complejidad de la verdad. Esa parece ser la historia que cuenta
César Brie en Un árbol sin sombra.
Todas las aristas de un hecho y toda la vida sacudida por esas verdades y
también mil mentiras construidas como si fueran ciertas, en torno a la masacre
de campesinos ocurrida un 11 de septiembre de 2008 en Pando, Bolivia.
La obra se presentó en la Vieja Usina –en el
marco del Circuito Internacional de Teatro que organiza el INT-, justo cuando
se cumplían cinco años de aquél hecho. Se intuye que no hubo casualidad en
ello.
La iluminación de la obra vista y aplaudida
por tantos –tantos que hubo que programar una segunda función-, era fina y
precisa, así como la ubicación del público y del espacio escénico, los objetos
de la puesta, el texto, todo fue más que pensados. Aunque coincidimos, la sala
no es la más apropiada para teatro.
Párrafo aparte merece la destacada actuación
de este artista que peina canas pero luce entrenado y resalta sus dotes en el
escenario. Los giros y más giros que da sin perder el equilibrio, son apenas
una ínfima muestra de ello.
Es una pieza poco comparable. Es un teatro que
no puede encasillarse, profundo y comprometido porque no muestra las dos caras
de la verdad como rezan los postulados periodísticos. Va más allá esta
propuesta. Cuestiona el mismo principio de construcción de realidad pero también
denuncia complicidades varias y los impactos que, como balazos certeros, generó
ese haber sido testigo.
Podría decirse que es un biodrama pero queda
corta la definición y quizás esta dificultad mía, sea también un efecto buscado
del artista. La propia vida del actor aparece bamboleándose como los cuencos
que exhibe la puesta, entre la vida de los actores de su teatro en Bolivia que alguna
vez osaron proponerle un freno a sus denuncias o hacerlas “con seudónimo”.
También oscila de aquí para allá la vida de los campesinos muertos y sus
familias, las opciones y sabores amargos que deja el ser echado de un lugar
elegido y empezar a ser mirado de reojo, empujado, amenazado. “Dejé de ser el
artista reconocido para ser un argentino de mierda”, dice en un momento.
El mérito del trabajo, entre tantos, está en
la descarnada mirada política del asunto y la poética asumida para decir lo
complejo de las verdades. Está la voz de los muertos indefensos, del cura
cómplice y torturador, de los cívicos y militares y está también el silencio de
la prensa local que calló, no hizo preguntas ni difundió nunca los dos
documentales de César Brié, en el que salió por sus propios medios a buscar la
verdad e interrogar a unos y otros, descubriendo mentiras de uno y otro lado. "El
que calla otorga" como dice el personaje del sacerdote que antes de tomar
la decisión de avanzar y matar, le pregunta a Dios qué hacer y ante su no
respuesta, avanza.
En suma, una lección de buen teatro y algo
más.
Celebramos la llegada a Paraná de este artista
que en ocasiones anteriores nos deleitó con Karamazov,
su versión de la novela de Dostoievski, El
mar en el bolsillo y La Ilíada.
Ahora vimos Árbol sin sombra y no supimos más que decir o preguntar, de puro
conmovidos, pero aplaudimos. Y al final, dieron ganas de abrazar.
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